Tardó, pero finalmente lo concretó. Después de décadas de debate interno, planes de autosostenimiento económico y críticas de sectores de la sociedad por su dependencia del Estado, la Iglesia completó a fin de año el proceso de prescindencia de los fondos estatales.
En otras palabras, ya no recibirá más ayuda del fisco, pese a que el artículo 2 de la Constitución dice que el gobierno federal sostiene al culto católico y a una ley de la última dictadura que disponía una asignación mensual para arzobispos y obispos, entre otras ayudas.
El proceso para ir renunciando a los dineros del Estado había comenzado hace cinco años, en pleno primer debate por la legalización del aborto a partir de un proyecto que había enviado al Congreso el presidente Mauricio Macri.
En medio de la oposición de la Iglesia a la iniciativa legal, un sector de la sociedad favorable lanzó la campaña “pañuelos anaranjados” que promovía la “separación Iglesia-Estado” que, en los hechos, implicaba el fin del aporte estatal a la institución católica.
El último envión lo dio un informe que en aquellos meses -corría el año 2018- brindó al Congreso el entonces jefe de Gabinete, Marcos Peña, quien fue interrogado por la diputada de Evolución, Carla Carrizo, favorable a la legalización del aborto, sobre la dimensión del aporte del Estado a la Iglesia. Poco después, la Conferencia Episcopal anunció el comienzo del proceso para la renuncia a las asignaciones estatales y se lo comunicó formalmente al gobierno.
El monto del aporte estatal no era significativo. Poco más de un centenar de arzobispos y obispos recibían una asignación mensual del orden de los $55.000. La ley establecía que debía ser del 80 % del salario de un juez nacional de primera instancia. También del 70 % para los arzobispos y obispos jubilados o con invalidez. Pero hacía años que no se actualizaban. Además, los párrocos de frontera y los seminaristas recibían una pequeña ayuda.
En total, el aporte total llegaba, en las últimas décadas, al 7 % del presupuesto de la Iglesia, pero para los obispados más pobres, era una ayuda valiosa. La renuncia implicó poner en marcha un plan de autosostenimiento en el que sean los propios fieles los que financian a su religión. Y el logro de una resolución del Estado que permite a los colegios de las diferentes religiones poder percibir una contribución para su culto.
Ya a comienzos de los ‘90, los obispos habían redactado una resolución interna para avanzar hacia el completo autosostenimiento y llegaron, incluso, a poner en marcha un llamado Plan Compartir que hacia finales de esa década parecía que iba a cuajar, pero la creencia de muchos fieles de que la Iglesia es sostenida por el Estado y el prejuicio de algunos obispos para hablar de las cuestiones económicas lo llevó al fracaso.
Con la renuncia, la llamada “separación entre la Iglesia y el Estado” prácticamente pasa a ser una abstracción. A su vez, la Iglesia gana en independencia. Que ello se haya concretado con un pontífice argentino es halagüeño para la institución católica. De paso, está en línea con la advertencia del presidente Javier Milei: “No hay plata”.